Desde hace siete años, el repositorio cuenta con un taller para tareas de conservación de obras propias y de las que recibe para muestras temporales, y en el que también se realizan trabajos de restauración. Las conservadoras velan por el buen estado de pinturas y esculturas junto con los curadores, los que organizan las exposiciones. Por último están las dos guías, Danidza Hernann y Daniela Ríos, que son la voz institucional, las que acompañan a los visitantes en sus recorridos para que puedan consultar todas sus dudas sobre el arte que alberga la pinacoteca.
Teresa Adriázola (52) es la conservadora del taller que es, según reconoce, “bastante limitado por el momento”. Tanto ella como su ayudante, Andrea Hinojosa (27), realizan una tarea definida como “diversificada”. La conservación preventiva “es la que el restaurador siempre debe considerar en primer lugar”, afirma Teresa. El objetivo es lograr las mejores condiciones ambientales que eviten un deterioro en las obras: correcta temperatura, humedad, potencia de las luces, entre otras.
El segundo método es la conservación con intervención (muy superficial), que se efectúa cuando un objeto está dañado por golpes, mal montaje, manipuleo. Y así se llega al último paso, que sólo debe darse si una obra está muy deteriorada: la restauración. En algunas ocasiones se vuelven a pintar las zonas donde ya no es visible el color y no se puede hacer una lectura de la obra. Teresa señala que ésta es la última opción, porque siempre se debe dar prioridad a la conservación preventiva.
Labor técnica
A la hora de restaurar, hay normas a seguir. La primordial dice que “el restaurador no tiene que competir con el artista”. Por ello, cuando se completa una parte que se ha perdido de la pieza original, se hace notar que es un añadido, algo nuevo que no salió de la mano del autor. Sólo se puede agregar lo que falta en el caso de que haya constancia de cómo era el fragmento perdido, pues todo restaurador sigue la regla de que no se lo puede falsear. Este proceso se debe realizar con materiales lo más similares posible a los originales, y en el taller del repositorio utilizan pigmentos naturales como tierras, cenizas y óxidos.
Cada año pasan por las manos de las restauradoras alrededor de tres decenas de obras, para conservación y prevención. Teresa recuerda especialmente el trabajo de mantenimiento de una exposición temporal del artista alemán Wolfgang Laib: una instalación que simulaba un espejo de leche. Las expertas tuvieron que llenar el soporte con dos litros del líquido cada mañana, y vaciarlo y limpiarlo cada tarde, durante los 20 días que duró la muestra.
Guardianes de las obras, simples intermediarios, vínculos entre galerías... Son varios de los términos que usa Fátima Olivarez (43) para definir su trabajo y el de José Bedoya, los curadores del repositorio. Ella es la única que queda de la primera generación de comisarios de exposiciones del lugar, cargo que se creó en el año 2003.
Fátima tiene su propia definición de museo: “la sala de parto donde nace el sueño del artista”, un lugar donde “todo es posible”. Pero es un espacio de vida diurna, lo que limita la visita a algunas personas. Por ello, uno de sus mayores logros fue la puesta en marcha del programa “Nosotros también vamos a los museos”, dirigido a unidades educativas nocturnas.
Otro de los objetivos de los curadores, además de que todo salga perfecto, es fomentar la interacción entre artistas y visitantes. Como ejemplo, Teresa relata la experiencia del escultor Flavio Ochoa, quien, durante una exposición temporal, estuvo trabajando la piedra en directo ante estudiantes de La Paz y El Alto.
La experta reconoce que es difícil elegir quiénes van a exponer en el museo, y afirma que la entidad dependiente de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia se ha adaptado a una nueva lógica: huyendo de elitismos, da cabida a todo tipo de artistas, sean bolivianos y/o extranjeros. “La función de un museo es globalizada, desterritorializada y es para todos”.
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