martes, 28 de mayo de 2013

Tinku, los últimos guerreros de los Andes



En medio de la plaza, se arma el caos… Anarquía absoluta; cada quien salda cuentas con quien se le ponga en frente. Se abalanza y golpea. No entiendo muy bien el porqué ni el para qué.

Había escuchado hablar del Tinku en los centros mineros de Siglo XX, Uncía, Llallagua y Catavi. Los mineros esperan esa fiesta de ribetes paganos y un algo de fe cristiana. Sé que desde tiempos inmemoriales existen enfrentamientos, rituales entre ayllus laimes y jucumanis (Norte Potosí); cada comunidad tiene sus combatientes: warakkaku y maklanaku, cada quien con técnicas de golpes certeros.

Hace semanas que espero conocer esta fiesta. Finalmente veré el “encuentro” este 3 mayo de 1972.

LA MINA

Iremos con la familia Huanca; el padre cambiará el casco de interior mina por una montera de combate hecha de cuero. Sus hijos mayores, Andrés y Juan, trabajadores mineros como los abuelos, observan la tradición de forma estricta. Viajarán y participaran de la pugna, un duelo ritual, y seré el humilde acompañante.

Rubén Huanca, de unos 50 años, está marcado, al igual que la mayoría de los trabajadores del subsuelo, por la dureza de la labor en galerías oscuras. Tiene la tez oscura y los ojos color carbón que te miran intensamente. A su edad, posee el porte del hombre sufrido y camina agachado, como si siguiera en las galerías de techos bajos. Una cicatriz en el pómulo izquierdo baja hasta el mentón y recuerda la masacre ocurrida en vísperas de San Juan, en junio de 1967. La familia Huanca vivía entonces en el campamento “La Salvadora”, en Llallagua, un lugar de casitas pobres construidas en fila, indistinguibles entre ellas salvo por los números escritos en cada puerta.

Como todos, cada mañana escucho la emisora Pio XII, la voz incontestable de los mineros, que en ese momento tiene a sus periodistas en la clandestinidad. Las noticias malas siempre vuelan con rapidez, las buenas vendrán años más tarde. El país sufre el cierre de varias minas, por tanto cada quien se aferra al antro y agradece al “Tío”, tanto por el trabajo, como para que no se enoje y permita a los trabajadores seguir con vida. Éstos le colocan cigarrillos en la boca a la imagen que le representa y dejan a sus pies una copita de alcohol; la envuelven con serpentina y le dedican plegarias silenciosas.

Rubén, como los demás mineros de esa región, es de origen quechua, nacido en Betanzos (Potosí), emigrado a edad temprana a Siglo XX. Toda su vida la pasó escarbando tierra en socavones de olor a wólfram o estaño. Con 28 años en interior mina, ahora sabe: tiene los pulmones hechos añicos. El médico del hospital le mostró las sombras en las radiografías.

— Rubén, ¿qué piensas hacer?

— Nada, seguir nomás.

Me lo dijo la noche del viernes anterior al viaje, entre botellas de cerveza Paceña. Sus hijos no saben, tampoco Doña Matilde, su mujer.

Me alojo en el cuarto, con sus hijos, en un diminuto catre contra la pared. Escucho cuando se levanta de noche y vomita sangre. A cada tos se le arrancaba un pedazo de vida; está flaco y en sus botas de goma negra veo a Don Sancho batallando contra un molino llamado dictadura.

LA INVITACIÓN

“Estas invitado, nunca verás algo parecido en tu vida”, me ha insistido Rubén a menudo, a mí que estoy allí por un trabajo en salud, con perfil bajo y que debo reportarme a la Policía o al cuartel militar varias veces a la semana (son años de dictadura militar encabezada por Hugo Banzer Suárez).

“Ven con nosotros, a principios mayo; la fiesta comienza el 3 y dura tres días”.

He decidido. Iré a la Fiesta de la Cruz en Pocoata, pueblo a 60 km de Chayanta, en Norte Potosí, cuna de un hombre mítico en la historia de las rebeldías indígenas en Bolivia, Tomás Katari. Estoy muy motivado. Pocos extranjeros tienen esta suerte. Llevo una vieja cámara Pentax 35 mm, películas diapositivas y negativos por metros comprados de mi amigo Freddy Alborta.

Antes de partir, para ser más discreto, me han prestado un chulo bastante raído y sin lavar, un saco de cuero raspado, con parches en los codos y la delantera, y una especie de saco de tela color beige sucio, bolsa imprescindible para el minero cuando entra en las entrañas húmedas del socavón.

Compré varias libras de coca, lejía y yujta, además de cigarros negros Casino y mixtura. Con los mineros aprendí el acullicu metódico y de normas ancestrales: escoger cada hoja antes de sacarle el jugo con la lejía.

Es miércoles. Ante nosotros se desvela un espacio inconmensurable y algunas colinas forman barreras al suroeste. En el vehículo se unen otras personas, seguramente con la misma idea: ser vencedores. Si no entiendo las bromas intercambiadas en quechua, supongo que algunos que se ríen a carcajadas centran sus sarcasmos en el único “gringochuy”: ¡Soy yo! Escucho repetir esa palabra entre risas; miro a mi alrededor: todos tienen rostro color bronce, tufo a coca vieja que se impregna en la ropa y hasta emana de los poros de la piel. Cada quien sabe que a nadie molesta. Los cuerpos junto al cuero rancio de animales curtidos poco antes y llevados para vender impregnan el olfato, anquilosan el cerebro y finalmente actúan como anestesia.

El viaje es tan largo como peligroso; carreteras estrechas, llenas de baches, por no decir zanjas y hoyos profundos. En la cabina está la venerable trinidad ebria: el chofer borrachín al volante, el ayudante para el cambio de caja y un tercero que previene de las curvas. Ante el oscilado del vehículo bordeando el precipicio decidimos continuar a pie, como los demás pasajeros. Menos mal, porque más adelante el Toyota se embarranca, por suerte sólo unos pocos metros, en una curva “maligna”, “impredecible” para el encargado de señalar el peligro: los tres ocupantes, como si nada, se duermen ahí mismo, despreocupados como Baco.

Voy lo más discreto posible, pero la presencia de mis compañeros da crédito de las mejores intenciones mías. Al final de la tarde llegamos a una cabecera de valle, de clima templado. Estamos cerca de Pocoata, situado a 3.700 msnm. Es tarde. Todas las casas cercanas están ocupadas, pero no importa, lograremos encontrar un sitio moviendo sacos, costales, pilas de cajas y enjambre de chuños y charque despedazado.

La mañana del viernes, después de haber dormitado encogidos al fondo de una tienda, desayunamos panecillos con café, tunta con arroz y huevos presentados en un trapo tendido en el piso, por donde vuelan gallinas a cada rato. Al salir del reducto, un tremendo hedor a alcohol me golpea. Aquí, la cerveza es un brebaje por demás fino y la mayoría privilegia la apestosa lata cuyo contenido mortífero se llama alcohol a 90°, verdadero ganador del perímetro donde se realizarán las más encarnizadas riñas.

Desde mediodía hacia adelante, el que no cae en combate es derribado por la chicha y el metanol del ingenio azucarero Guabirá. Los cholos comerciantes, frase peyorativa para designar a quienes se van beneficiar económicamente de la fiesta, han traído camiones de néctares letales, como el célebre alcohol Caimán.

La música monorrítmica va amplificándose, mientras por los inmensos prados del altiplano presencio más desfiles de guerreros. Una “wawa” (mujer soltera) hace ondear una banderola blanca en círculos y yo tengo la sensación de verlos anticipar el ballet de batalla, como si de algún pasado lejano se hubiesen levantado miles de fantasmas.

En la plaza de Pocoata, por doquier se ve objetos en venta tendidos en el piso, como espejos para que las imillas encuentren pareja y productos traídos de las comunidades que, si no se venden, se cambian por algo de similar valor.

Durante el Tinku, todo es encrespar a cualquiera que lleve una montera y nada de ello es sinónimo de ofensa. No hay arte ni reglas impuestas: el que sangra o muere da tributo a la Madre Tierra. En aquellos tres días habrán fallecido 14 personas.

El cura de la parroquia, qué arribó para esta ocasión, trata desde hace tiempo de reemplazar eso que a su entender significa violencia por ¡un partido de fútbol! Pues no ha tenido suerte; por tanto bautiza, santifica, celebra y persigna sin cesar a cambio de cinco pesos el acto que al menos reconforta su magra economía.

El eco de cientos de jula-julas (instrumentos de viento) nos hace vibrar, y el del charango aporta un tono agudo desgarrando la resonancia profunda de las enormes zampoñas. ¡Qué impresionante!, los tonos se expanden por todos lados. Los ayllus llegan danzando y serpenteando en filas impecables, como respetando un trazado en dirección de la plaza principal. Visión extraordinaria, escenas increíbles. Mi respiración se entrecorta y tengo la boca abierta frente a semejante espectáculo. No hay palabra para describir ese mundo ajeno, inimaginable…

EL MARCO PARA LA FIESTA

El techo de la iglesia vetusta domina a todos los edificios, en general casas de adobe techadas con paja y en medio de las cuales las cubiertas de calamina brillan de nuevas sobre las pocas construcciones de dos plantas.

La vestimenta de los presentes es ostentosa, colorida, llamativa. Las mujeres lucen almillas negras adornadas con bordados minuciosos, enaguas de algodón con delicados encajes al borde, aguayos hermosos en los hombros; todas tienen largas trenzas agarradas por tullmas. Los hombres, aparte de la montera hecha de cuero crudo de res, similar al de los conquistadores españoles, ostentan una pluma de suri, y del cuello les cuelga una waylla, chupa o chalina tejida por cada quien. Una chaqueta de bayeta, muy bien decorada con hilos de color, completa el atuendo junto con el pantalón de tela artesanal color blanco natural o teñida de negro. Finalmente, las eternas ojotas, especie de sandalias cortadas de la goma de neumáticos de camión, se aferran a los pies con tirantes de cuero o del mismo material reciclado.

Cientos de campesinos convergen de súbito en el lugar sacro de la pelea. No entiendo bien la situación, me siento transportado en el tiempo… Tiempo remoto: hacia atrás. Ya estoy solo, me sitúo donde puedo. A duras penas logro traspasar la muchedumbre para ver cómo los rivales ensayan los primeros golpes. La Plaza esta congestionada por indígenas en posición de karatecas y reclutas intentando guardar el orden.

¡En unos segundos empieza todo! No se sabe cómo. La disputa entre una decena de guerreros los pone en trance. Aparecen jóvenes y mayores, escupen dientes por doquier y manchas de sangre marcan la arena. Al extremo de la plaza, repentinamente el conflicto integra a niños y las mujeres no se quedan atrás: son las más virulentas.

Gente armada con rifles y látigos sale de una casa y apoya a los militares puestos a mal por algunos grupos fogosos. Todos ansían participar. Los comerciantes incitan a mayor pelea mostrando chicha en vasos sucios: “¡Tusuychis… Carajo, tusuychis! La challa por un lado, la batalla por otro… En la esquina aparecen más soldaditos para poner orden; ¡nada! Los ayllus se dejan llevar por el ritmo de porrazos y contragolpes… ¡La Santa Anarquía es, al fin, indisoluble!

LA SANGRE COMO OFRENDA

De carácter ritual, el Tinku se realiza en ciertas fechas, entre ellas el 3 de mayo y durante varios días en regiones del Norte Potosí, sur de Oruro y también en poblaciones alejadas en los límites de Sucre con Potosí. La palabra tinku quiere decir “encuentro”, antiguamente, “tinkuy”. A partir de 1920 se menciona en La Paz el raro protocolo de darse de golpes entre diferentes comunidades campesinas pobres, hasta que la sangre corra en los surcos del pueblo anfitrión. Es después de 1940 que la fiesta va cobrar interés entre los pocos antropólogos de la capital, algunos de los cuales viajarán por estudiarlo o al menos reportarlo en las gacetas.

El Tinku no es, como al principio imaginé, una simple pelea en la que gana el más agresivo o fuerte. El encuentro se desarrolla con códigos y símbolos trazados desde siglos en la historia. Hoy se ha perdido el sentido original, como ocurre con el del Ayllu, esa unidad estratégica y de pensamiento religioso-social (espacio que en la actualidad pertenece tan solo a la política del momento, a la astucia del poder invadiendo esas regiones, demoliendo la armonía).

El “Encuentro” ratifica un ritual con raíces muy lejanas en el tiempo. La cuna se ubica en la época prehispánica y posiblemente es anterior a la conquista del incario. Geográficamente situado en la población de Macha (provincia Chayanta, Potosí), que consta aproximadamente de 2.000 habitantes en la jurisdicción del municipio de Colquechaca, es evidente que como modalidad guerrera fue tomando cuerpo en otras comunidades de Potosí y Chuquisaca. Sin embargo, Macha, el ayllu mayor, siempre tuvo un papel importante en la gran federación de Charcas, durante la Colonia.

A ello hay que añadir que los Guerreros qaqachacas (Oruro), tal como lo expresan los especialistas del Tinku histórico, Tito Burgoa, Pastor Arista y Walter Zabala, eran los mejores luchadores de la región y, por tanto ingresaron a los grupos de combates del Inca durante el periodo de la Conquista. Si bien hay pocos datos en las crónicas coloniales, lo cierto es que las comarcas de los señoríos aymaras fueron organizadas en núcleos urbanos de un espacio religioso controlado por los españoles. Pero el tinku sobrevivió y los ayllus dotados de capillas se convirtieron en el centro de “encuentros”, como ocurre con San Pablo de Macha, Pocoata, Torotoro, Aymaya, Acasio, San Pedro de Buena Vista, entre otros.

Yo, que muchas veces después de lo descrito presencié el rito, en una oportunidad tuve que ser parte de la fiesta: la cabeza ceñida por la montera, cintas de color envolviendo los puños a modo de manoplas… me tumbaron una y otra vez, con agrado evidente.



SEPA MÁS: Los horarios de visita en La Galeríe con de lunes a viernes, de 15.00 a 19.00, y sábado de 10.00 a 12.00.









No hay comentarios:

Publicar un comentario