martes, 3 de abril de 2012

El secretario de Derechos Humanos de Argentina, Eduardo Luis Duhalde, murió hoy en Buenos Aires luego de la intervención a la que fue sometido en febrero a causa de un aneurisma abdominal, confirmaron allegados al funcionario. Duhalde, de 72 años, fue sometido a una operación de más de cuatro horas en un sanatorio de la capital argentina, luego de que le fuera detectado un cuadro de aneurisma de aorta abdominal, que se manifiesta con una dilatación localizada que produce debilidad en la pared de la arteria. Nacido en Buenos Aires en 1939, Duhalde fue designado secretario de Derechos Humanos en 2003 por el fallecido expresidente Néstor Kirchner, cargo que mantuvo durante el Gobierno de Cristina Fernández. Autor de más de una veintena de libros, Eduardo Luis Duhalde se convirtió en funcionario luego de ganar reconocimiento como abogado, historiador y periodista, además de desempeñarse como consultor en materia de Derechos Humanos para las Naciones Unidas e integrar misiones de paz a diferentes países de Latinoamérica. En la década de los setenta defendió como abogado a militantes del peronismo y a guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo, en momentos en que el país se acercaba a la dictadura militar (1976-1983), proceso que le obligó a exiliarse en España. Durante aquellos años también fue uno de los directores de la revista Militancia Peronista para la liberación. Antes de acceder a la Secretaría de Derechos Humanos bajo el Gobierno de Kirchner, se había desempeñado como juez de Cámara de los Tribunales Orales en lo Criminal de la Capital Federal. En su última actividad oficial, el pasado 10 de febrero, manifestó su solidaridad con el juez Baltasar Garzón, inhabilitado durante 11 años en sus funciones por la Justicia española.

Shakespeare andino: trasladar el drama de la lejana Venecia a nuestros mercados populares; convertir al negro y al judío en el indio marginado; transformar los personajes clásicos en figuras de caporal con sus viejas cargas de discriminación “ad hoc”; hablar con nuestras voces y tonos; y lanzar un mensaje de tolerancia y respeto contra el racismo y el odio; contra los rencores ancestrales y las ofensas antiguas. Esas son las intenciones sanas de la versión libre (demasiado libre) de la promoción 2012 de la Escuela Nacional de Teatro de Santa Cruz bajo la dirección de Antonio Díaz-Florián.

A priori, El mercader de Venecia, bajo estas premisas, promete y mucho. Finalizada la hora y media de gritos, sobreactuaciones insoportables, excesivos didactismos, priorización del “mensaje” sobre la puesta en escena, tambores, bailes, ridiculizaciones y unos modos-humores-actuaciones demasiado cercanos a lo peor del teatro popular, todo se cae. Lamentablemente. Los cementerios están repletos de buenas ideas. El teatro boliviano, también.

El mercader de Venecia arranca de manera sorpresiva: los caporales entran al teatro por los pasillos con las luces prendidas, con el telón cerrado. Y así pasan los 90 minutos. Propuesta “innovadora” que a la postre llega a molestar. En galería, las luces del Teatro Municipal directamente al rostro ahuyentan a muchos. En el final, los 16 actores y actrices de la Escuela Nacional se despiden en el medio del pasillo central y luego arman otro a la salida del Teatro para agradecer a los espectadores, uno a uno. La hipocresía de los mercaderes cristianos de la obra de Shakespeare se convierte en buenas y educadas palabras hacia el entusiasta elenco.

La obra tiene como fin —con una onda muy propia de ejercicios estudiantiles “con mensaje”— extirpar el racismo a través del teatro andino. Pero se olvidan de lo fundamental, del medio, del buen teatro. Y el medio es el mensaje. La reivindicación del litoral; la elevación de la autoestima del boliviano (“dejemos de pensar siempre en las desgracias”, dice una caporal); las críticas a la vieja justicia y su hermana, la religión; la clemencia-bondad-piedad-misericordia versus la venganza y el resentimiento; y otros valores sobrevuelan esta obra bienintencionada pero fallida y desesperante que iniciará una gira nacional —después del estreno en La Paz— por ciudades como Sucre, Cochabamba y Santa Cruz, entre otras. La Escuela Nacional de Teatro debería replantear sus otrora exigentes criterios de selección de postulantes y su severidad académica. Para no caer otra vez en los “caporales malditos”.

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