domingo, 11 de septiembre de 2011

Utópica visita, Van Gogh en Oruro

Cierto día de agosto en que el artista Raúl Lara dejó en su taller los pinceles, la paleta, las pinturas y las telas, puede ser que el último lienzo haya quedado en blanco, como símbolo de la pureza del hombre. Lara, ahora, es un recuerdo perpetuado en su maravillosa y gigante obra pictórica. En uno de los estantes de mi biblioteca conservo los originales de mi libro Perfiles culturales, aún no editado, en cuyas páginas escribí sobre el arte del célebre orureño. El ensayo titula Una utópica visita, que la reproduzco en homenaje a ese maestro de la plástica, quizá pensando que Lara, en un día no fijado, también realice una visita ilusoria por las calles de su Oruro natal.

Los sentimientos más profundos del hombre suelen transformarse en una pasión ilimitada, ajena a todo razonamiento y susceptible a las reacciones más insólitas. Sin embargo, es precisamente ahí donde radica el valor de las obras. La pasión, por tanto, es una fuerza incontenible, nada controlable, a veces convertida en idea fija —no morbosa— dirigida a materializar las figuras oníricas o las concebidas a través del pensamiento. La admiración por algo que estimuló la llama del ingenio llega a transformar lo incierto en tangible, a riesgo de mantenerse en los límites de la utopía.

De esa manera, la mente del artista crea sus fantasías e ilumina su inteligencia hasta dar forma a imágenes incorpóreas situándolas en un escenario real, lugar en el cual cobran vida, en el trazo de pinceles manejados por hábiles manos, como una certificación de los alcances del arte.

Visita
Nadie que no sea admirador de un genio, puede imaginar una visita de la figura emblemática de un ídolo a una ciudad que jamás la conoció. Esa utópica posibilidad concentró la atención y el talento del artista orureño Raúl Lara, en una manifestación de carga emocional destinada a la imagen de Vincent van Gogh amalgamada al paisaje de la ciudad de Oruro, sin otra perspectiva que la ilusión de sentirse cerca a dos imágenes hechas sentimiento: la humana y la telúrica.

Es así como la producción pictórica de Lara, fue dedicada íntegramente a evocar la figura del famoso holandés, a siglo y medio de su nacimiento. En ella, lo extraordinario surge de la ilimitada admiración por lo genial, es decir, por aquella monumental obra que dejó Van Gogh a la humanidad. Por tanto, la veneración de Lara por el pintor de los girasoles, incubó la inusual idea de ubicarlo en la ciudad de la diablada, en una serie cromática de cíclicos episodios.

En un recorrido visual, seguí la presencia de Van Gogh a partir de su llegada a la tierra de los mineros y su recorrido por la inmensidad de una pampa dorada por los pajonales de brillantes matices, como los que inspiraron a Vincent a su paso por Bélgica y Francia con los girasoles. Lara capta aquella figura de ardiente mirada y la sitúa cercana a la majestuosidad del Sajama. Después va al encuentro de los mineros. La mina San José, su gente y sus costumbres invitan al artista europeo a disfrutar de manjares criollos. Su afónico diálogo con un minero, logra una transmisión de ideas sintetizadas en la grandeza de espíritu, triplicada por el “pintor visitante”, el trabajador del subsuelo y el artista que los pintó. Silencio en medio de un escenario destinado a labores cotidianas con personajes envueltos en multicolores vestimentas.

La fuerza del barroco mestizo, una especialidad reconocida en Lara, deslumbra en formato y contenido, donde la alegoría al carnaval orureño muestra la conciliación de fe religiosa con el desborde indescriptible del paganismo, sensaciones a las que el visitante Van Gogh no es ajeno, pues con un delicado giro de pinceladas, el artista boliviano incorpora una danza sensual al arquetipo de su admiración, representada en los festivos sonidos de un dorado instrumento de viento ejecutado, nada menos, que por el propio Van Gogh, quien se suma a las insinuaciones de lujuriosas bailarinas, a los compases de pesados disfraces y a las muecas perpetuadas en las máscaras. Alucinantes imágenes para una simbología de la mayor fiesta folklórica de Bolivia, desplegada en una pintura enriquecida por las ideas del autor.

Lara logra su cometido. El invitado, vestido con imponente disfraz de moreno, pinta el rostro de un bailarín mientras fija la vista en la muchacha danzarina de las alegres comparsas. La luminosidad de un azul dominante contrasta con la delicadeza de los ocres, destinados al cuerpo lujurioso de una bailarina cubierta por sedas y tules, transmisores de sentimientos eróticos dirigidos al hombre de la pipa.

Así como el bullicio y el movimiento festivo motivan una meditación frente a los cuadros, el silencio y la quietud despiertan un especial razonamiento capaz de encender la llama viva de la imaginación dirigida a otro horizonte, tal vez distante a la primigenia inspiración del autor, pues el tenue colorido de la imagen nos entrega a un Van Gogh inmerso en la obra a ser creada. Frente al caballete de trabajo está la idea aún no materializada. Está la atmósfera del universo del arte, o sea, la realidad de la plástica y la quimera de un modelo evocado en alas de la admiración personal.

Testimonio
Los pasajes de la vida del holandés, las inquietudes artísticas del orureño y el gran escenario donde transcurre la visita imaginaria, se multiplican en los cuadros, en una secuencia testimonial de trayectoria extraordinaria, no ajena al drama de la existencia. La locura de un hombre que no conoció el halago. La perturbación mental que lo llevó a extremos, y la visión de un mundo jamás alcanzado, renacen en los lienzos, cartones y maderas. En su conjunto, es una regresión artística, una lectura al pasado y una inusual manera de evocación.

El realismo surgido de la ilusión y de la admiración, en una gama de visiones oníricas perpetuadas en cuadros, se mantendrá indeleble, como la rústica silla sobre la cual descansan la paleta, los pinceles y otros instrumentos de trabajo del impresionista. Queda en la memoria de muchos que vieron la muestra, un par de zapatos en el piso.

También el espejo que refleja su rostro abrumado y la oreja cercenada.

La fuerza de la creación artística se hace contagiosa. La galería de arte donde se exhibió la obra de Lara, con características insospechadas, también nos impulsa hacia la ilusión de haber logrado que el sueño sea la transfiguración de imágenes admiradas. Metamorfosis alimentada por las ideas y el fervor del trabajo, pues pertenecemos a un escenario de realidades tormentosas. A veces preferimos sumarnos a los sueños de los artistas —cualquiera sea la especialidad— así todo repose en la imposibilidad de testimoniar las fantasías. El apego de Lara a la tierra donde nació se enciende en cada uno de los cuadros hasta llegar a lo insólito, como enaltecer a la ciudad minera con la ilustre “visita” de un Van Gogh caminando en la soledad de la pampa, en una visión terrena y fantástica.

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