domingo, 4 de septiembre de 2011

Las claves del teatro

Prueba de que no hay formas antiguas de hacer teatro que sean superadas por lo nuevo que se suele englobar con el adjetivo de “contemporáneo”, prueba de que sólo hay teatro que llega al espectador o no le llega; que arranca el aplauso de compromiso o aquel que explota, casi como un reflejo de gratitud ante algo que ha conmovido profundamente... Prueba de que bastan un actor y un espectador para crear el enigma de la comunión estética y emotiva es lo que hace Antonio Peredo con La muerte de un actor.

La noche en que le vimos, sólo tres espectadores habían acudido a presenciar la obra en El Bunker, el espacio que genera actividades en la zona norte de La Paz. Era sábado por la noche, hacía frío, inclusive una ligera nevada se había dejado caer por esos lares. El trío que esperaba llegó a temer que el espectáculo se cancelase. Pero no. Las puertas del escenario se abrieron puntuales y Peredo, caracterizado como un clown, recibió a su público y actuó para él con la intensidad y la dedicación de un profesional.

La muerte de un actor es una obra romántica, por qué no. Desnuda la fatalidad de quien, más que elegir la actuación, ha sido elegido por ésta y sin remedio. Casi en la tónica de El canto del cisne, de Chejov, lo que hace Peredo es desvelar las claves de la vida y el oficio que bien pueden tener momentos exultantes como deprimentes, en la medida en que para ser, el actor necesita de ese veleidoso interlocutor conocido como público.

La historia podría parecer previsible. Y tal vez lo sea. Lo importante es cómo se traza el camino entre el principio y el final. Un camino en el que Peredo teje bien la relación con el espectador: le mueve a reír, lo vuelve su cómplice y le hace testigo conmovido del final, de la muerte, de la luz que se apaga.

Códigos
Dependerá de la sensibilidad de quien asiste a esa hora de espectáculo —una hora marcada por un reloj, puntualmente—; pero hay códigos del teatro que se manejan en la obra que maravillan. Por ejemplo, cada vez que el clown traspasa el límite entre el espacio en el que recrea su mundo y el del público, hay un respiro, una pausa: es magia lo que está sucediendo. O cuando alguien del público es invitado a hacer el ejercicio de respirar, concentrarse, correr hacia el público y decir una palabra: se entiende cuán distinto es el texto dramático respecto del cotidiano, lo que es decir en el teatro, o sea, actuar.

Peredo es también el director de la obra. Ha conseguido, pues, conjuncionar cuanto quería decir con la forma de hacerlo. La obra está lograda y se agradece por su sencillez y calidez. Quizás le hace falta crear algunos matices en el decir siempre suave del actor. Un poco de intensidad aquí y allá —que una mirada externa de asistencia de dirección podría aportar— y La muerte de un actor podría resultar insuperable.

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