domingo, 3 de julio de 2011

Una serie de pinturas de José Bedoya que se expone en la galería Alternativa motiva este acercamiento crítico

Como pocas veces, pude ver una palabra de modo tan intenso en un lienzo. ¿Qué hace, me preguntaba, el pintor paceño José Bedoya con las formas, los colores y la profundidad para provocarnos de este modo? Nos abruma. Se lanza hacia el espectador, que se siente poca cosa frente la montaña figurada, cuya existencia parece cobrar mayor hondura que la nuestra. Es una forma en la que, de manera engañosa —la del arte— el hombre que contempla termina, en su contemplación y asombro, perdido como un minúsculo fragmento dentro de la inmensidad del mundo. Más allá del cuadro, nosotros, que espectamos; pero hasta podría decir, más allá de la sala o del barrio o de la ciudad, la obra de Bedoya nos absorbe en el paisaje interior que configura, y nos transforma en hombres piedra que existimos con las piedras configuradas como lenguaje. En este trabajo, el paisaje, piedra que inunda, invade, impone su presencia frente al hombre, ahora paisaje también, y también piedra, que se escucha y ve reflejado en las formas. Mi mundo, mi pequeño mundo que contempla y se pregunta situado allí, como parte del paisaje pintado.

Esta obra pictórica forma parte de la exposición El colectivo 1, conformada por José Bedoya, Gabriela Benítez, Mónica Dávalos, Isabel Garrón, Fernando Montes y Martina Noriega, vecinos del barrio Bosque de Bolognia de esta ciudad que se puede apreciar en la galería Alternativa.

Dice Guillermo Bedregal García: “Cabe más la desnudez en esta luz fibrosa y oscura / para darte contorno y permanencia”. La imagen recurrente del hombre y la montaña son un tema —una herida— en el arte producido en Bolivia. Aparece en la conocida iconografía anónima de la madre cerro, que habita en varias versiones la planta principal del Museo Nacional de Arte y en la Casa Nacional de Moneda de Potosí, donde paisaje y persona se confunde en la forma. Aparece en la importante tradición visual de pintores como Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, María Luisa Pacheco, Inés Córdova, Fernando Montes, entre otros artistas más o menos contemporáneos. Y en escultura, una enorme producción, en la cual resalta Marina Núñez de Prado con arenas movedizas como palabras.

Literatura. El paisaje también aparece en la literatura boliviana influenciada por las tradiciones simbolistas y modernistas más que como una imagen: se convierte casi en una forma de lenguaje desde el cual ha sido impensable, sobre todo en el siglo pasado, imaginar la escritura. En Bolivia, la seducción de la piedra deja escuchar “el Temple de la Montaña” del grupo conformado por Carlos Medinaceli, los “Altos orgullos de pie”, de Franz Tamayo, “el vuelo petrificado” de Edmundo Camargo, o las enrarecidas imágenes de la “peregrina paloma imaginaria” que vuela sobre la “adusta roca solitaria”, de Jaimes Freyre, por citar algunos. Cito a otros un poco más lejos, aunque en realidad bastante cerca: leemos la imagen de José Watanabe: “La piedra alada”, que le sirve de título a uno de sus poemarios y, de José Lezama Lima escuchamos: “como una piedra que ve”.

Pero si me pregunto qué prima en la pintura de Bedoya, no tengo mucha certeza. La pintura es, fundamentalmente, creación. Pero es, también, y en este caso de modo especial, lectura de la creación. En estos lienzos me parece adivinar palabras devenidas en imágenes que se agolpan y tropiezan, colores, miradas, preguntas, silencios, dudas, presencia de la montaña, presencia del hombre… como lenguaje que miro decir. En estos cuadros hay un hombre que mira, pero también un hombre que lee, y que habla sobre su experiencia de contemplar esta tradición de la montaña y de la piedra en el arte boliviano y universal. Su pintura es una lectura de discursos e imágenes, y si nos detenemos a pensar por un momento frente a uno de estos cuadros, en este trabajo adivinamos lecturas que, quizá con un poco de suerte, leemos con él. No hay lectura que no implique una escritura, como tampoco hay una escritura que no reescriba, reinvente a partir de una interpretación de los mundos que habita. Eso puede pensarse en esta obra, donde la pintura es una lectura o, dicho de manera más precisa: una mirada.

Cuerpo. Pienso en Fiesta altiplánica (1945) del pintor Juan Rimsa, en la que la luz y el paisaje terminan invadiendo los cuerpos de los retratados. Allí se produce una fusión y una violencia sobre de los cuerpos de trazos que evocan cierta perspectiva manierista; pero, sobre todo, y por eso me detengo en esta obra, una confusión de los cuerpos con el paisaje. En éstos, el color invade el cuadro al extremo que es posible abandonar la forma sólo para quedar pensando en la luz que ilumina. En la serie Memoria mítica de los Lípez pintada por Bedoya, el trazo de la espátula impone el color, y logra dibujarnos como cuerpo-piedra-color, haciendo del paisaje un cuerpo, transformando al hombre en una piedra y pasando del color a una palabra. Así, en el lienzo la piedra es un cuerpo detenido (la piedra inmóvil de Lezama), que, ahíto y sin esperanzas, aún respira; es el rumor de la montaña que alguna vez escucho como palabra desatada de un mundo. Los colores intensos, sólo el azul o las gradaciones terrosas invadidas por manchas minerales saltan sobre la mirada, cuyo espectro me transforma.

He de suponer que Bedoya leyó esta imagen de Jaime Saenz: “Si piensas en ti, en alma y cuerpo, será el mundo —en su interioridad y en sus formas visibles”. He de suponer que Lezama dibujó una piedra de Bedoya o que Jaime Saenz recorrió la interioridad de un poema de Lezama.

Llueven las imágenes, caen las lecturas: “piedra imán”, “piedra inmóvil”, “piedra que labra otra piedra”, “en las piedras un oscuro sollozo”, “una piedra arrojada de la vida”… Lectura, mirada, hombre.

1 comentario:

  1. Agradecería que se inserte mi autoría y la fuente de donde fue tomado el artículo. Mónica Navia

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